Julio César Rivas, maestro del tiempo de la madera y sonrisa de maíz, cuenta que alguna vez en su colegio vio, desde la ventana, el espectáculo de un joven profesor iracundo, fiero, furioso e irascible gesticulando y persiguiendo un niño travieso que, cual liebre, evadía la ira de su profesor.
La ira en la educación
El aprendiz de maestro, descontrolado en su persecución e ira cayó exhausto al piso, mientras que la liebre huía veloz, hacia nuevas travesuras.
Julio, maestro en mañanas juveniles, pensó:
– Esa es la ira, la cólera, la rabia. Aquel maestro trata de educar con iracundia.
Educa con iracundia el maestro o el padre, en general el hombre, que no racionaliza su acción. Que entra en cólera o enojo frente a la tierna mirada del muchacho que es capaz de tornarse frentero ante su propio sol. El padre, que ejerce el brutal castigo con cierto apetito de venganza, con odio que oscurece el carácter corrector de la pena. También el hombre, que castiga y olvida que éste no es un fin, sino un medio para que la vida nos haga felices.
La ira, en todas sus expresiones, no es un medio eficaz para la educación del hombre. La ira lleva su efecto: el terror. La educación, por vía del terror, llena de morbosidad la conciencia y mata las ideas buenas de las liebres traviesas.
La indignación en la educación
La ira, en el proceso educativo, debe ser reemplazada por la indignación. El maestro que muestra su indignación al discípulo y el padre que se indigna frente al hijo, educan en la misma medida de lo justo.
La indignación, en este caso, se asume como la defensa de la dignidad, del derecho a lo justo. El maestro que asume su propia indignación es entonces capaz de la admiración y de la extrañeza como factores de aprendizaje y de enseñanza.
Julio, el maestro sabio que diferencia la ira de la indignación, traza un camino fértil para las gentes que, a diario, ejercen actos educativos y sin pensarlo se les precipita la ira primitiva, en reemplazo de la florida cultura de la indignación.